Vivía sola en un piso pequeño y sin calefacción. Sobrevivía del frió berlinense a base de mantas enormes y estufas. Lo de encender cerillas para calentarse las manos congeladas era más bien una escusa para poder oler su esencia una vez decidía acabar con la corta vida de la llama. Nadie sabía si tenía familia por allí o por algún lugar del mundo, si quiera. Algunos decían que era huérfana y otros decían que era una fugitiva. No solía llevar a nadie a casa a no ser que la noche hubiese sido interesante. Guardaba montañas de libros y películas en el salón rodeados de paredes llenas de recortes de revistas y carteles robados.
El 24 de diciembre escribió en su diario:
Es hermoso sentir la soledad en carne viva. Saber que si te cortas un dedo y te desmayas será tu destrucción y nadie te echará en falta durante horas, me produce una sensación de gozo inmediato. Y poder recurrir a cualquier desconocido para contarle lo asquerosa que es la sociedad, me garantiza una gran satisfacción. Solo el cariño de mi gatita Martina. Así estoy fenomenal, hasta ahora. Las motivaciones ya no llegan solamente con sentirme útil. Necesito un paso más. Involucrarme en la vida. Dejar de ser egoísta y poner en práctica mi plan. El plan que me enseñó la literatura y las películas de Godard. El otro placer. Sin dejar de lado este, la soledad, una delicia si tomas en su justa medida.
A los pocos días su gatita Martina tuvo gatitos y los bautizó con nombres de actores hollywoodienses. A partir de entonces Lau, vino a tomar el té casi cada día, y Jud se paseaba domingos enteros en gallumbos por su cálido pisito berlinense. Con el tiempo Jud desapareció pero Lau continuaba viniendo cada tarde. Luego vino Vid. La tragedia sucedió el día en que descubrió que Lau despreciaba a Cervantes.