Aullamos, aullamos, aullamos, auuuuuuuuuuuu
viernes, 29 de julio de 2011
Tiene que llegar ella para hacer lo que no he hecho yo
Te das cuenta de tu falta de interés por todo cuando no tienes nada que decir. Un pequeño período falta de alas. Tu ausencia te puede asustar, te dejas llevar por la vida sin formar parte de ella. Hace contigo lo que quiere y tú te dejas, por despecho, porque ya no crees en el amor, porque las calles no se mojan de chispas que subieron al cielo con su transparencia. Te gustan los grandes temas, crees como Poe que no hay tema más poético que la muerte de una mujer bella y joven. Pero aborreces el afán por la grandeza, a ti te importa más la grandeza que no establece el juicio universal, sino tu propio juicio, el que tanto te atormenta y a la vez otras veces no parece ser necesario. El hedonismo es tan autodestructivo como los latigazos al alma. Y así eres, te fundes en placeres y desgracias, pero te asusta caer en el limbo de la insignificancia. El vacío se apodera de tu cuerpo, no sabes quién te rescatará, aunque siempre estás en las mismas y suelen ser ellos quién tiran de ti cuando se avecina una explosión. Ser nocturno y poco acostumbrado a decidir ser un mortal más por las mañanas. Dosis de absurdo para aguantar el mundo. Calcetín sucio rociado con perfume francés para disimular la vida. Te refieres al costumbrismo como cáncer cuando ellos lo ven como oasis en un desierto lleno de los mismos. Oh, adoras lo cotidiano, las manías y el transcurrir en sí. Electricidad en las partículas de dios que corretean por los bosques y las murallas de monstruos en forma de edificio. Lideras la paz y contrabandeas con inocencia. Juegas a perder y a que pierdan el rumbo. Locura y Cordura tienen una vida sexual muy activa. Vale más que pienses en atraer las mariposas a tu ser, y que empapen de polen tu cuerpo desnudo, volviendo la piel dorada y agrumada.
domingo, 24 de julio de 2011
The Books of Albion, The Collected Writings of Peter Doherty
Una chica del público bosteza tras Something in the way y acto seguido Kurt habla con Krist de David y Goliath, y Kurt suelta un: era malvado, no era cristiano en absoluto.
jueves, 14 de julio de 2011
Romeo y Julieta no eran de este planeta
Estábamos en Venecia. Marco, nos dijo que se llamaba. Marcel y yo nos habíamos escapado del grupo para poder recorrer las calles a nuestro aire. Louis intentó convencer al resto del grupo para seguirnos pero al ver que nadie tenía interés miró nuestra huida con ojos rabiosos. Y en aquel callejón, donde el agua de un canal ponía la sintonía a la escena, estaba Marco, con su lienzo y su carboncillo en la mano izquierda. A Marcel no le hizo falta una palabra, supo que sería ese anciano de extraña vitalidad en su mirada quien me retrataría sobre aquel blanco roto de la gran libreta que cubría el lienzo. Hablamos con él de literatura. A Marco le gustó saber que Marcel y yo eramos grandes amantes de Poe y Shakespeare. Pero luego empezó a exaltar los grandes escritores italianos que tanto podían aportar a nuestra juventud, decía. Hablaba en italiano pero nos entendíamos bastante bien. Impresionada por su facilidad para crear rápidos retratos callejeros, le pregunté por sus otras pinturas, las que hacía con pincel y paleta. Nos habló de su pasión secreta por el impresionismo francés pero después volvió a alabar los grandes de la pintura renacentista italiana. Eso provocó una sonrisa cómplice entre Marcel y yo. Marco se unió en nuestras risas. Entonces fue cuando Marcel le comentó que estaría encantado de poder ver alguno de sus cuadros. Marco nos propuso subir a su casa señalando una ventana sobre el canal. No pudimos resistirnos. Me encantaron sus paisajes impresionistas pero los retratos eran maravillosos, según él, su gozo era mayor si partía de un rostro de verdad. Y ahí estábamos Marcel y yo, de cuerpo presente, dispuestos a todo en aquel día primaveral. Nos miró con picardía y enseguida supimos que nos pedía a gritos que fuéramos sus musas. Tardaría un buen rato (rato que nosotros no disponíamos, pero eso no nos impidió aceptar al instante). Cuando Louis nos llamó y sentenció con avisar a los carabinieris, Marcel cogió el teléfono de mis manos y lo apagó y nos miramos como si aquel pecado fuese nuestro mayor placer.
[...]
Mientras Marco pintaba caras gozosas de la alegría de un viaje a la belleza de la ciudad de los canales, Marcel tocaba la guitarra junto a él y yo le seguía con cuatro cascabeles. Cantábamos, y lo habíamos fatal, y nos reíamos y Marco también, así, sus caras retratadas eran cada día más risueñas. Habían pasado tres semanas desde la escapada. Vivíamos en aquella ventana sobre el canal con ese vivaracho italiano que decía ser pariente de Rossellini. Marcel y yo decidimos llevar nuestra música a otra parte para probar suerte y aumentar así un poco nuestras riquezas tan escasas por entonces. Marcel se decidió por tocar algo de nuestro apreciado Serrat. Y entonces, un gondolero, que pasaba por allí con dos pelirrojos en su nido de amor, nos sorprendió cantando a pleno pulmón Mediterrano a la italiana. Eso nos sumergió a los tres en una profunda felicidad, y parecía que esa felicidad era permanente durante esas semanas. Cambiamos el lugar por uno un poco más transitado y me di cuenta que había una pequeña librería. Arrastré a Marcel hasta allí pero fue él quien pidió al señor, un hombre gordo y con poco pelo que nos miraba con curiosidad, si tenía alguna antigua edición de Romeo y Julieta. Salimos de allí con un libro de páginas marrones. Fuimos a sentarnos a unas escaleras, Marcel cogió su guitarra y yo leí en voz alta con mi italiano de pacotilla este gran clásico del pasional, fresco y eterno amor. Fue entonces cuando Marcel dijo que mañana iriamos a Verona. Y fue justo allí donde cayó nuestra desgracia.
[...]
No había mucha luz, ya había empezado a caer la noche. Paseamos por la plaza y las calles como si llevásemos trajes medievales. Habíamos dejado aquel lugar para visitar el último: el balcón de la casa de los Capuleto. Nos quedamos hasta que se marcharon los últimos visitantes, que hicieron fotografías desde todas las perspectivas posibles y solo así pudieron marchar satisfechos. No estaba muy alto. Entonces Marcel soltó un "si Romeo pudo trepar hasta allí, nosotros también podremos". Empecé yo con su ayuda. Cuando logré poner un pie dentro me recorrió todo el cuerpo un escalofrío. Pude sentir las ropas largas sobre mis piernas y el corsé sobre mi vientre. Marcel parecía llevar leotardos y camisas anchas visto desde allí arriba. Jugó a ser Romeo y yo su Julieta.
(Acto II- Escena I)
JULIETA: Si te ven, te matarán.
ROMEO: ¡Ah! Más peligro hay en tus ojos que en veinte espadas suyas. Mírame con dulzura y quedo a salvo de su hostilidad.
JULIETA: Por nada del mundo quisiera que te viesen.
ROMEO: Me oculta el manto de la noche y, si no me quieres, que me encuentren: mejor que mi vida acabe por su odio que ver cómo se arrastra sin tu amor.
Entonces Marcel empezó a trepar sin torpeza pero un grito nos alertó de que el juego no iba a durar mucho. Los carabinieris nos llevaron de vuelta a "casa" y ni si quiera pudimos despedirnos del buen Marco.
Romeo y Julieta, Franco Zeffirelli (1968)
[...]
Mientras Marco pintaba caras gozosas de la alegría de un viaje a la belleza de la ciudad de los canales, Marcel tocaba la guitarra junto a él y yo le seguía con cuatro cascabeles. Cantábamos, y lo habíamos fatal, y nos reíamos y Marco también, así, sus caras retratadas eran cada día más risueñas. Habían pasado tres semanas desde la escapada. Vivíamos en aquella ventana sobre el canal con ese vivaracho italiano que decía ser pariente de Rossellini. Marcel y yo decidimos llevar nuestra música a otra parte para probar suerte y aumentar así un poco nuestras riquezas tan escasas por entonces. Marcel se decidió por tocar algo de nuestro apreciado Serrat. Y entonces, un gondolero, que pasaba por allí con dos pelirrojos en su nido de amor, nos sorprendió cantando a pleno pulmón Mediterrano a la italiana. Eso nos sumergió a los tres en una profunda felicidad, y parecía que esa felicidad era permanente durante esas semanas. Cambiamos el lugar por uno un poco más transitado y me di cuenta que había una pequeña librería. Arrastré a Marcel hasta allí pero fue él quien pidió al señor, un hombre gordo y con poco pelo que nos miraba con curiosidad, si tenía alguna antigua edición de Romeo y Julieta. Salimos de allí con un libro de páginas marrones. Fuimos a sentarnos a unas escaleras, Marcel cogió su guitarra y yo leí en voz alta con mi italiano de pacotilla este gran clásico del pasional, fresco y eterno amor. Fue entonces cuando Marcel dijo que mañana iriamos a Verona. Y fue justo allí donde cayó nuestra desgracia.
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No había mucha luz, ya había empezado a caer la noche. Paseamos por la plaza y las calles como si llevásemos trajes medievales. Habíamos dejado aquel lugar para visitar el último: el balcón de la casa de los Capuleto. Nos quedamos hasta que se marcharon los últimos visitantes, que hicieron fotografías desde todas las perspectivas posibles y solo así pudieron marchar satisfechos. No estaba muy alto. Entonces Marcel soltó un "si Romeo pudo trepar hasta allí, nosotros también podremos". Empecé yo con su ayuda. Cuando logré poner un pie dentro me recorrió todo el cuerpo un escalofrío. Pude sentir las ropas largas sobre mis piernas y el corsé sobre mi vientre. Marcel parecía llevar leotardos y camisas anchas visto desde allí arriba. Jugó a ser Romeo y yo su Julieta.
(Acto II- Escena I)
JULIETA: Si te ven, te matarán.
ROMEO: ¡Ah! Más peligro hay en tus ojos que en veinte espadas suyas. Mírame con dulzura y quedo a salvo de su hostilidad.
JULIETA: Por nada del mundo quisiera que te viesen.
ROMEO: Me oculta el manto de la noche y, si no me quieres, que me encuentren: mejor que mi vida acabe por su odio que ver cómo se arrastra sin tu amor.
Entonces Marcel empezó a trepar sin torpeza pero un grito nos alertó de que el juego no iba a durar mucho. Los carabinieris nos llevaron de vuelta a "casa" y ni si quiera pudimos despedirnos del buen Marco.
Romeo y Julieta, Franco Zeffirelli (1968)
jueves, 7 de julio de 2011
Viajando (a escondidas)
Sin que nadie se enterase, conseguí coger su mano y arrastrarla hasta aquel sitio, mi pequeño paraíso. Le expliqué que fue mi lugar predilecto durante las horas libres de estudio aquellos meses que pasé en Florencia. A ella le fascinó la imagen de un joven yo, extraño en aquella bella ciudad, sentado sobre el cemento gastado junto al río Arno, en una plaza de dimensiones pequeñísimas, que sólo tenía acceso por un callejón minúsculo. Me contó que podía intuir un ser embalsamado por aquel paisaje y sus aromas, dejándose llevar por esas letras que siguen una matemática perfecta y fusionándose con la sublimidad de la ciudad y la belleza de los textos (o tal vez era bella la ciudad y sublimes los textos). Entonces sacó algo de su mochila marrón de cuero, me puso en las manos La Divina Comedia y me dijo 'en voz alta'. Nos acomodamos, abrí el libro por el final, la tercera parte, el Paraíso y empecé a leer. Notaba como sus ojos me exigían pasión. Podía sentirla a ella, ahí sentada, pero también sentía a flor de piel la fe milagrosa de Beatrice. De pronto, su mirada cambió de dirección. Una niña de pelo oscuro y ojos muy verdes nos miraba desde el final del callejón. Le hizo un gesto con la mano y la niña se acercó. Yo miraba de reojo y vi como cogió a la niña y la sentó en sus piernas mientras se ponía un dedo en la boca a modo de pedir silencio. Ahora, las dos me miraban y escuchaban con atención. Acabé el párrafo y levanté la mirada. La niña me sonrió, ella la miraba. En un italiano bastante acertado (que me sorprendió, por cierto), le preguntó como se llamaba a la muchachita. 'Marcela', contestó como cantando. La niña me miró a mí y yo le dije que era un nombre muy bonito (mi acento italiano era aún bastante decente). Después Marcela le preguntó a ella en qué idioma estaba escrito ese libro. Cuando obtuvo la respuesta Marcela bajó al suelo de un salto y se despidió con un dulce 'ciao' y una enorme sonrisa.
Fränzi (Marcela) fotografiada por Ernst Ludwig Kirchner
Fränzi (Marcela) fotografiada por Ernst Ludwig Kirchner
sábado, 2 de julio de 2011
Elige tu propia aventura
Le toilette, Henri de Toulouse-Lautrec
I com dos asteroides que han desviat sa ruta
direm que ha estat fantàstic, direm que ha estat sa lluna.
Mi alma se quería escapar y dejar a mi cuerpo vulgar y pesado tirado en el suelo, un suelo sucio y teñido de tinta de calamar, la que se lleva ahora en la gran ciudad, la sociedad es muy de esas cosas. Es tan curioso que esta realidad sea así y no de otra forma. Y es tan misterioso que haya seres que la puedan entender más que otros. Y es tan asombroso que algunos seres decidan acabar con ella arriesgándose a renacer en otra muy distinta. Microlluvia de verano. Prefiero que sea el agua la culpable de tu ausencia que no 36 millas de cemento mal amoldado al suelo terrestre que esconde el ardor de una pelota gigantesca. Lava, lava, lava, erosionan los volcanes y la gente corre aterrorizada. Las trompetas anuncian la llegada del astronauta menos añorado. Los susurros se vuelven insoportables porque se chocan boca y oreja hasta que los dientes no soportan la tentación. Temor cicatrizado. Esto sucedió el verano de los 20 años que pesan más cuando están por venir. Cuando despertaba le dolía la espalda y cuando se pasaba la mano por encima notaba las huellas de dinosaurio. Se teletransportará en medio de una hoguera. Motores vulgares, planetas, Kurt Cobain, hojas amarillas, todo esto y mucho más en la isla de la presunta felicidad, donde padres e hijos muerden manzanas verdes y los amantes cruzan por carreteras haciendo parar de golpe a los conductores de los autos locos. No me preguntéis por mi llegada, es pacífica y sin incidentes. Tengo planes y una habitación muy pasada de rosca. Si hace falta, construiré un nuevo coche volador. Me gusta pensar que lo que he dicho no tiene nada de simbólico y escribo en vano. Construiré bien la escena a prueba de balas para que nadie entre a toquetear nada de lo establecido matemáticamente. El día es bello, la noche sublime, dice Kant. Y es que hoy estoy escribiendo por la tarde. Follem.
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